Fabián Lebenglik. La historia cautiva del matadero

Carne, tripas, grasa y cuero vacunos trabajados con astucia artesanal y exhibidos con asepsia quirúrgica conforman Entripados, la poderosa muestra con que Cristina Piffer vuelve a poner sobre la mesa la idea de que la historia argentina es un matadero que siempre recompensa con oro y bronce al carnicero.  

La que pareciera ser una metáfora artística fundacional sobre el gesto inicial que fuerza la materia para darle belleza, en Cristina Piffer (Buenos Aires, 1953) adquiere nuevamente la potencia casi insoportable de la literalidad, porque para fabricar sus bellos objetos la artista utiliza grasa, tripas, carne y cuero vacunos. 

La historia argentina, así como la conformación y funcionamiento del Estado, están narrados en clave por Piffer como lo que son: una saga de degüellos, un relato de violencia sobre el cuerpo del enemigo, un encadenamiento faccioso de carnicerías, en donde alguna vez se cruzó para siempre la raya entre el sacrificio del ganado y el del cuerpo de los opositores políticos.  

La muestra se presenta en la galería Luisa Pedrouzo, un nuevo y muy buen espacio para las artes visuales, inaugurado a fines del año pasado con dos exposiciones de presentación de su excelente equipo de artistas, y una muestra individual de Daniel Ontiveros.  

El equipo se completa con Gumier Maier (cuya muestra sigue en el calendario y se inaugura a mediados de mayo), Alicia Herrero, Fabiana Barreda, Raúl Flores, Leonel Luna, Marcela Astorga, Claudia Fontes, Marcelo Grosman, Gabriel Valansi, Mónica van Asperen, Hugo Vidal, Miguel Ronsino, Nushi Muntaabski, Cristina Schiavi, Elba Bairon, Hernán Marina y Marcela Cabutti.

La galería ocupa un subsuelo muy bien adaptado para la función, pero además supo aprovechar un minúsculo espacio en la planta baja que sirve como prólogo. Allí, en la propia entrada, la muestra de Piffer se abre con dos piezas inquietantes. Primero, una cajita cuadrada de acrílico colgada como un rombo, que luce como un pequeño cuadro de tonos rojizos y rosados. Se trata de un corte de carne vacuna encofrado y sellado. La segunda pieza es un objeto de mesa, una lonja de cuero crudo tensada por dos ganchos de acero: casi un souvenir. Ambas obras colocan al espectador de lleno en el tema que ocupa a la artista: la historia argentina como una carnicería.  

La lonja evoca el degüello del que fuera gobernador de Corrientes, Genaro Berón de Astrada, en la batalla de Palo Largo por orden del triunfante caudillo rosista Pascual Echagüe, en 1839. La precisión del relato está inscripta en bajorrelieves sobre enormes placas de cebo que, como si fueran lápidas minimalistas (aunque de olor penetrante y a su vez penetradas por una serie de pernos de acero), son exhibidas como una extensa mesada sobre pulcras mesas de acero. El blanco relato de época, esculpido, cuenta que el cuerpo de Berón de Astrada estaba “boca abajo: un cuerpo muy blanco, sin una oreja, notándose que le habían sacado una lonja como de cuatro dedos de ancho desde la raíz de la nuca hasta la rabadilla”. La tira en cuestión, transformada en trofeo, fue obsequiada a Justo José de Urquiza como manea.  

El año 1839 es la fecha clave de la exposición y la matanza entre facciones de caudillos es el telón de fondo que se proyecta ominosamente hasta el presente.  

Desde la literatura, ese mismo año, Esteban Echeverría e Hilario Ascasubi lo contaron cada uno a su manera. El matadero, relato fundador de la ficción en la Argentina, fue publicado en 1871, pero Echeverría lo había escrito en 1839. El texto se abre como un relato de costumbres en el que se narra la falta de carne en Buenos Aires, agravada por fuertes lluvias que impidieron la entrada de novillos al matadero. El escritor cuenta de un modo protocinematográfico la entrada y el sacrificio de los animales. A partir de ese punto, un accidente desencadena pequeñas y grandes violencias en serie que preparan al lector para la narración de un típico crimen político: de la carnicería del ganado se pasa a la carnicería de un unitario. El matadero es un texto sobre la conformación y la práctica de un estado criminal y el núcleo sanguinario del cuento describe el procedimiento de “la refalosa”. 

Precisamente en 1839 Ascasubi escribe “La refalosa”, donde describe la tortura y el degüello de un opositor en la era rosista: “Y entonces lo desatamos/ y lo soltamos;/ y lo sabemos parar/ para verlo refalar/ ¡en la sangre!/ hasta que le da un calambre/ y se cai a patalear,/ y a temblar/ muy fiero, hasta que se estira/ el salvaje: y, lo que espira,/ le sacamos/ una lonja que apreciamos/ el sobarla,/ y de manea gastarla”. 

Echeverría murió en el exilio y Ascasubi pasó exiliado buena parte de su vida.  La muestra de Piffer –que en estos días está en Perú como invitada (junto con Hugo Vidal), porque sus obras conforman el envío argentino a la Bienal de Lima– no ofrece concesiones y a ello contribuye su austeridad implacable. Una vez descriptos la lonja de cuero, la mesada de grasa y parafina y el cuadrito de carne, resta lo principal: una serie de trenzados hechos de tripa, en los que la artista utiliza la técnica tradicional. El mismo nombre de la exposición, Entripados, remite tanto al enojo y al disgusto apenas disimulado, como a la materia misma de las tripas. Ese gusto por lo literal en Piffer está capitalizado de tal modo que en vez de volver banal su obra, la vuelve sorprendente. Hay una frontalidad trabajada con tal precisión que cada pieza se vuelve exquisita e insoportable al mismo tiempo.  La tripas de vaca están trabajadas en diferentes modos, y la descripción del proceso artesanal está tomada de un manual y transcripta y ploteada sobre la pared. 

Las tripas anudadas en perfectas geometrías están sumergidas en formol y exhibidas en delicados vasos, lo cual las convierte en bellos objetos de colección.  

La combinación del relato casi invisible del degüello de Berón de Astrada se suma a los textos bien visibles en los que se explicita la técnica del entrelazado. La ferocidad de la primera descripción se mezcla con la asepsia técnica de las demás y entre ambos relatos se transmite el efecto de la obras: técnica, organicidad, premeditación, la puesta en escena de la razón criminal multiplicada a la esfera de razón de Estado.  

En este sentido es interesante seguir con las consecuencias del relato histórico, cuyo punto de partida Piffer coloca en 1839. El caudillo, militar y político Pascual Echagüe, responsable del degüello de Berón de Astrada, siguió el mismo itinerario político que todos aquellos que utilizaron la función de Estado para el crimen. Si ahora se los premia con una embajada o con la integración de un directorio de empresas públicas residuales o de organismos descentralizados, la trayectoria de Echagüe marcó un estilo. Tras el degüello fue gobernador de Santa Fe, luego pasó a formar parte del Honorable Senado de la Nación, a renglón seguido fue nombrado interventor nacional de la provincia de Mendoza y su carrera fue coronada con un cargo afín a sus conocimientos: ministro de Guerra y Marina del presidente Derqui.  

El Estado argentino del siglo XIX visto como una banda criminal sigue siendo hoy una versión tan verosímil como entonces, especialmente cuando la crisis actual permite apreciar la continuidad de los procedimientos y procesos políticos económicos de los últimos veinticinco años y el modo en que este fatal cuarto de siglo se trenza con la cadena de crímenes seriales que fundaron la historia argentina. 

Entripados, de Cristina Piffer, se exhibe en la galería Luisa Pedrouzo (Arenales 834), con entrada gratuita, hasta el 10 de mayo.