Fernando Davis. Cristina Piffer. Encarnaduras y entripados

La violencia encarnada (hecha carne) en los cuerpos y en la historia constituye el tema en torno al cual la obra de Cristina Piffer hace friccionar un conjunto de estrategias poéticas y modos de intervención. A través de materiales orgánicos como grasa, carne, vísceras animales y sangre deshidratada en polvo, sellados en placas acrílicas, exhibidos en asépticas mesadas o fijados con pernos y ganchos de acero, la obra de Piffer interpela la trama histórico-política del siglo XIX. Extrae del espesor de su tejido imágenes y relatos que disputan su densidad crítica en las tensiones entre los discursos de la historia oficial y lo que éstos obturan o silencian en el recorte administrado de su metanarrativa. Imágenes y relatos anclados a momentos y episodios precisos de esa trama política y social: los enfrentamientos entre unitarios y federales, la organización y constitución del Estado nacional y los procesos de concentración de la propiedad de las tierras productivas. En la interrogación de las narrativas estables de la historia oficial, la obra de Piffer pone en cuestión, asimismo, los ordenamientos unidimensionales de sentido de categorías como “Identidad”, “Patria” y “Nación”, tal como las construyen y administran dichos relatos.

La materia orgánica opera en estas obras como una inquietante metáfora de los cuerpos borrados de la historia. Violencia hecha carne, moldeando los cuerpos, penetrando en su espesor: la grasa ajustada al frío rigor formal de la mesa de acero, los cortes de carne contenidos (reprimidos) en piezas de acrílico que simulan, en su disposición geométrica, un embaldosado en mármol, las tripas vacunas apretadas en simétricas trenzas y exhibidas en recipientes con agua y formol, a los que se afirman mediante pernos metálicos. Tecnologías de disciplinamiento de los cuerpos, dispositivos represivos, de instrumentalización racionalizada y sistemática de la violencia.

En Perder la cabeza, una mesada de acero exhibe, a distancias regulares, una serie de cortes de carne encofrada y sellada en resina poliéster y acrílico, en cuya superficie la artista grabó los nombres y fechas de nacimiento y muerte de personajes de la historia argentina pasados a degüello.[1] La obra tensiona las resonancias de sentido abiertas por la expresión popular que da nombre a la serie de piezas, con el crudo dato de la violencia, cuyo anclaje es proporcionado por un texto que acompaña al conjunto, un fragmento de la carta que Prudencio Rosas envió en 1839 al Juez de Paz de Dolores, acompañando la cabeza de Pedro Castelli -quien estaba al frente del ejército de los “Libres del Sur”, contrario a Juan Manuel de Rosas, entonces gobernador de Buenos Aires-, con las indicaciones para su ubicación en lo alto de una pica, en la plaza central de Dolores. Si en sus usos corrientes la expresión “perder la cabeza” se asocia al estado de extravío por amor, locura o ambición, el fragmento de la mencionada carta clausura los potenciales descalces sustitutivos de la metáfora, amarrándola a su traducción literal: “habiéndose resistido a entregarse, fue necesario matarle, y cortarle la cabeza”. Las piezas de carne introducen otro juego de distancias, simulan placas de mármol que capturan nuestra mirada para, inmediatamente, confrontarnos con la imagen de lo abyecto. Una doble estrategia que Piffer extiende en sus obras de la serie Neocolonial, donde piezas de grasa y carne encofrada se combinan en el diseño de frisos y embaldosados que interrumpen, en ocasiones, la continuidad del damero de la misma sala de exposición. Si en un sentido estas obras acuden a un rigor de la forma próximo al repertorio minimalista, al mismo tiempo traicionan dicha inscripción al introducir la cita de la violencia, pero no a través de una referencia explícita, sino movilizando la potencialidad significante de una serie de materiales, que Piffer amarra a datos y textos históricos precisos. En sus modos críticos de interpelación, la obra reclama una actividad interpretativa susceptible de desmontar sus capas de opacidad, de interrogar el sentido en la movilidad estratificada de los varios niveles de significación que diagrama.

En su inquietante asepsia, la mesada de acero (que Piffer utiliza en muchas de sus obras) concentra y moviliza, friccionándolos, usos y resignificaciones diversos. Dispositivo que cruza la racionalidad de su forma con la evocación a la racionalidad sistemática y administrada de la violencia en la práctica de la tortura. Mesa de disección, de autopsia, de morgue. Mesa destinada a la práctica médica o quirúrgica, dispositivo de corrección de los cuerpos, de confluencia del saber y el poder médicos. Pero también, mesa que remite a la actividad del matarife, asociación que traza una inquietante analogía entre el carneo de vacunos (vinculado a la construcción de una identidad cifrada en la práctica ganadera) con la saga de degüellos que la obra de Piffer incorpora (hace cuerpo).

En la Serie de mesadas, la pulida superficie de grasa y parafina, atravesada por pernos de acero, recoge el testimonio (impreso en el cuerpo mismo de la obra) de un sobreviviente de la batalla de Pago Largo en 1839, un sangriento enfrentamiento donde fue derrotado el entonces gobernador de Corrientes, Genaro Berón de Astrada (uno de los nombres grabados en una de las piezas de la serie Perder la cabeza), por el caudillo Pascual Echagüe, gobernador de Entre Ríos. Cientos de prisioneros fueron degollados. Según refiere el texto tomado por Piffer, a Astrada le fue arrancada una lonja de piel de la espalda “como de cuatro dedos de ancho desde la raíz de la nuca hasta la rabadilla”, que fue otorgada a Justo José de Urquiza, entonces lugarteniente de Echagüe, como “trofeo de guerra” y manea.[2]

Lonja es precisamente el título de una obra que el relato impreso en la mesa de grasa parece interpelar de manera directa. Se trata de una tira de cuero tensada entre dos ganchos, en referencia al proceso artesanal de cuero crudo, en el que, luego del desollado del animal, el cuero es secado al sol y cortado en lonjas que se disponen de este modo para quitarles el pelo con el filo de un cuchillo. Estos tientos de cuero crudo son utilizados, entre otras cosas, en la práctica del trenzado artesanal, una tradición rural masculina cuya referencia Piffer introduce en sus obras de la Serie de trenzados. Como Lonja, los Trenzados tensionan el dato de la artesanía criolla con la cita elíptica de la violencia. Pero en este caso, el cuero ha sido reemplazado por chinchulines (tripas de vacuno). ¿Una alusión oblicua a las guerras “intestinas” que tuvieron lugar en el país entre 1814 y 1880? Tripas trenzadas y conservadas en recipientes transparentes de vidrio con agua y formol, dispuestos sobre una mesa de acero. Junto a ésta, en la pared, un texto con las instrucciones para realizar la llamada trenza de nueve tientos o “patria”.[3] En el contexto de producción de Piffer la elección de este trenzado en particular no es casual. En sus usos populares, la palabra “trenza” alude a los “tejemanejes” de una alianza entre personas en perjuicio de otras, pero también presenta una proximidad fonética con “tranza”, término que vulgarmente se asocia a transacción. Por otro lado, las vísceras evocan la expresión popular “tengo un entripado”, el “nudo en la garganta” por lo que se sabe y se calla o se reprime.[4] Tripas trenzadas, anudamientos del silencio. Asimismo, en la doble operación mediante la cual Piffer desmarca el texto del manual de artesanía gaucha para inscribirlo en una nueva trama de asociaciones, las instrucciones activan reverberaciones de sentido que vuelven sobre un tema que la obra de la artista interpela de manera persistente: la violencia como ejercicio calculado y sistemático.

En la obra de Piffer, la violencia retorna, “como palabra y como acto constantes en la historia argentina, desde su formación como Estado y como Nación”.[5] El exterminio sistemático de la población indígena de la Patagonia durante la “Conquista del Desierto”, una campaña militar iniciada en 1879 bajo el mando del general Julio Argentino Roca, cuyo propósito fue afirmar la “soberanía nacional” en las tierras del sur, constituye, junto con la expropiación y reparto de esas tierras, el episodio fundante de un proyecto de Nación centrado en la consolidación de un Estado liberal oligárquico y el desarrollo de un modelo económico agroexportador. 41.000.000 de hectáreas patagónicas arrebatadas a los pueblos salvajemente masacrados, fueron repartidas por Roca entre un puñado de familias de la burguesía terrateniente criolla. “Paz y Administración” fue el lema que extendió durante su presidencia desde 1880.[6]

“41 millones de hectáreas” es también la referencia que Piffer imprime, utilizando un calado de acrílico como matriz, sobre una mesa cubierta con sangre en polvo, marcando el cuerpo mismo de la obra, la extensión de sangre como alusión elíptica al genocidio indígena, con la huella del frío dato cuantitativo. La sangre en polvo es también el material utilizado por Piffer en sus serigrafías sobre vidrio de la serie Las marcas del dinero, donde toma fragmentos de la iconografía del papel moneda de finales del siglo XIX. Viñetas e imágenes de la actividad ganadera y del matadero impresas con sangre, en las que la densidad de la tinta serigráfica forma, durante el estarcido sobre el vidrio, inquietantes “coágulos”. Una de las obras de la serie reproduce, junto a la imagen del ganado, la inscripción “200 pesos fuertes”. Sobre el suelo, la sangre en polvo se extiende en una especie de irregular “charco”, aludiendo (una vez más) a la actividad del matadero, al evocar el desangrado de las reses durante el carneo. Pero el “charco” constituye asimismo una implícita referencia a la Mancha de sangre que el artista Ricardo Carreira presentó en 1966 en la multitudinaria exposición Homenaje al Vietnam, con sede en la Galería Van Riel. Se trató de un charco sólido de resina poliéster roja, que “lograba ambientar cualquier espacio […] y aludir a formas de violencia de acuerdo al contexto preciso en el que actuara”.[7] Según lo refiere una crónica periodística de esos años, Carreira también exhibió su obra en un matadero.[8] Pero las acciones de Carreira y Piffer pueden pensarse asimismo como estrategias que diagraman trayectos inversos. Mientras el primero traslada su Mancha de sangre desde la galería al matadero y mediante esta operación da visibilidad a dos formas de violencia para las cuales la obra proporciona un anclaje táctico, Piffer traslada la imagen del matadero a la sala de exposición, con el propósito de abrirla a intermitencias de sentido que recolocan la cita de la violencia en la trama de la historia argentina. En esta dirección, parece posible pensar los 200 pesos fuertes en relación con los discursos del reciente Bicentenario argentino, que la obra interroga para confrontar la autoproclamada “transparencia” de los relatos oficiales, con la indócil “opacidad” de los cuerpos excluidos de la historia, señalando, al mismo tiempo, el carácter opaco de dichos discursos establecidos.

La producción de Piffer diagrama su productividad crítica en el juego de distancias entre “lo visible”, lo constatable al nivel de superficie de los relatos, y lo que estos obturan o “invisibilizan” en las asperezas de sus recortes normalizados. Excava en los pliegues y sedimentaciones de esos relatos olvidados o negados, en sus latencias reprimidas, en sus reverberaciones contemporáneas. Si estas obras remiten a una serie de episodios de la historia argentina del siglo XIX, cuya referencia incorporan, al mismo tiempo diagraman, en sus resonancias múltiples, interpelaciones oblicuas que desbordan esa trama y reinscriben las marcas de la violencia en el contexto de la última dictadura. El pasado no constituye una instancia clausurada y definitiva, sino, por el contrario, un territorio abierto a la apuesta conflictual de un presente inestable donde se libra la batalla por su interpretación. Se trata, en tal sentido, de volver sobre esos pasados soterrados, en sus cancelaciones y retornos, no para corregir o completar la historia, sino para interrogar, como lo hace (obstinadamente) la obra de Piffer, sus efectos en nuestro presente.

 

[1] Francisco Ramírez (1786-1821), Genaro Berón de Astrada (1804-1839), Pedro Castelli (1796-1839), Marco Avellaneda (1814-1841), Martín Isidoro de Santa Coloma (1800-1852) y  Ángel Peñaloza (1797-1863).

[2] Una manea es un trozo de cuero que se utiliza para sujetar e inmovilizar las patas delanteras del caballo.

[3] Tomadas del libro Trenzas gauchas de Mario A. López Osornio (Buenos Aires, edición del autor, 1950).

[4] Entripados fue el nombre de una muestra de Piffer en 2002 en la Galería Luisa Pedrouzo de Buenos Aires.

[5] Pacheco, Marcelo. S/t, texto para la III Bienal Iberoamericana de Lima, 2002. Publicado también en: Cristina Piffer, Buenos Aires, Ignacio Liprandi Arte Contemporáneo, 2010.

[6] Roca fue presidente de la Nación durante dos mandatos, entre 1880 y 1886 y entre 1898 y 1904.

[7] Longoni, Ana. “El deshabituador. Ricardo Carreira en los inicios del conceptualismo”, en: Arte y literatura en la Argentina del siglo XX, Buenos Aires, Fundación Espigas, 2006, p. 78.

[8] Lo refiere Longoni en op. cit., p. 78. La crónica se publicó en la revista Análisis nº 543, Buenos Aires, 10 de agosto de 1971.